sábado, 31 de octubre de 2009

ALEGRETO


Como ya dije en mi anterior comentario, la irrupción de la TV acabó con las tardes musicales de los sábados. La novedad televisiva hizo que, por malos que fuesen los programas, y en verdad que lo eran, arrinconasen cualquier otra posibilidad de audición.

Fue tal el entusiasmo que, en muchas ocasiones, la velada se prolongaba hasta que aparecía finalmente la figura excelsa del caudillo con los acordes incomparables del himno nacional. ¡Que gozo!

Así que, sin duda posible, a la TV hay que adjudicar que mi afición por la música clásica se demorase o, quizá sería más exacto decir, durmiese en el limbo de los justos durante bastante tiempo, en torno a unos diez años.

Pero la casualidad quiso que una tarde en la que había preferido quedarme en casa tranquilo leyendo conectara la radio para, mientras leía, escuchar algo de música. Aún conservo esa costumbre. Supongo, ahora no soy capaz de recordarlo, que lo primero que escuché no era lo que estaba esperando oír.

Bien, el caso es que en el momento en que encendí el viejo aparato casi olvidado, empezaban a sonar los primeros compases del segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven, el alegreto. La verdad es que jamás he entendido porque es considerado un alegreto porque es un adagio clarísimo y además de los más dolientes.

Me quedé sorprendido por la tristeza inmensa que transmitían esas notas y permanecí sentado, atento, absorto, sin cambiar el dial para pasar a otra emisora. La emoción que me produjo es difícil de olvidar y aún hoy todavía recuerdo perfectamente la situación anímica de esos instantes. Me imagino que debió ser como una especie de aldabonazo en mi cerebro: ¡Despierta y escucha!

Evidentemente escuché con gran atención el resto de la sinfonía. No supe que era la séptima de Beethoven hasta que el locutor lo comentó una vez finalizada.

Se había producido el milagro, la música me había llegado a lo más profundo de mí ser, me había ganado para siempre, casi casualmente, por uno de esos azares que pocas veces se vuelven a repetir en la vida porque si en vez de sonar esas notas hubiera sido obra el resultado habría sido totalmente distinto. De eso estoy seguro.

Desde ese día procuré tener algún ratito de intimidad para poder oír más música. No era sencillo pues la pequeñez de la casa hacía prácticamente imposible que hubiera un espacio para poder escuchar tranquilamente, sin molestar y ser molestado.

Además, estaban los vecinos quienes parece que tenían derecho a descansar a cualquier hora del día, ya fuera invierno o verano, mañana o tarde. En fin que la cuestión musical era complicada. Pero se produjo una especie de segundo milagro, ya que, vista por mi padre mi repentina afición, decidió comprar un tocadiscos.

Este nuevo aparato ya era estereofónico con lo que el sonido era mucho mejor que en el anterior, aunque, evidentemente no quedó resuelto el problema de la falta de espacio y mucho menos el de los vecinos.

Así que las audiciones quedaban inicialmente reducidas a las mañanas de los sábados y los festivos. No era mucho pero, en todo caso, era mejor que la nada anterior.

Recuerdo perfectamente que el primer disco que mi padre me regaló. Una versión de la sexta sinfonía de Piotr Ilich Tchaikovski, con la orquesta Filarmónica de Londres, dirigida por sir Adrian Boult.

Esta sinfonía, la famosa patética, superó con creces la sensación de abatimiento que me produjo el alegreto de la séptima de Beethoven. Me impresionó de forma muy considerable y Tchaikovski pasó a ser una especie de ídolo.

En fin, recuperé algunos de los discos que habían sobrevivido al abandono en beneficio de la TV y poco a poco fui logrando una pequeña colección que me permitía escuchar otros autores y otras músicas muy distintas de los que podríamos llamar clásicos de toda la vida.

Llegaron, por supuesto, Bach, Mozart, Handel, Schubert… pero también más adelante, y con el paso de los años, Mahler, Brückner, Shostakovich, Bartok y otros muchos. Incluso algunos que en su momento me parecían inalcanzables para un mi rústico oído.

Algo más tardó en llegar la opera, donde Rigoletto, Tosca, Otelo, es decir el gran Verdi, fue el primero, al que acompañaron después otros que eran para mí absolutamente desconocidos.

Todavía hoy, ocupa la música un lugar destacado entre mis preferencias. Es verdad que compro menos discos, sobre todo porque el espacio vuelve a ser un problema y también porque no dispongo de todo el tiempo querría para escuchar con la debida concentración.

Además ya hay canales de TV que se dedican exclusivamente a la música clásica y otras, como el jazz, country, soul, que también están entre mis favoritas. Por lo tanto, al haber más oferta, se puede prescindir de la necesaria compra.

En resumen que, como dijo Nietzsche, sin la música no sería concebible el mundo.






sábado, 24 de octubre de 2009

LUSITANIA


En estos días de retiro y reflexión forzada por los virus que, insolentes, me han asaltado y postrado, sumiéndome en un estado lamentable, rodeado de pócimas que, con precisión milimétrica tenía y, aún hoy, tengo que ingerir como poco no más allá de acabada la hora tercia y también antes del final de la nona, he vuelto mis pensamientos al oeste: a esa querida tierra lusitana.

Hubiera deseado, sugerido por el fingidor Pessoa, despertar una hora después en el Rossio de Lisboa, bajo la atenta mirada de una tímida mujer que, precisamente por serlo, no necesita hablar para hacerse entender.

Esperar en las profundidades inescrutables de Regaleira, y con la mirada perdida en la playa de las manzanas la llegada del quinto imperio que anunció Bandarra, que no será militar, que no será dominador, será sólo un espíritu de civilidad que vendrá de la noble Lusitania.

Y junto al esotérico poeta, he cavilado que, con ser terrible la duda, lo es aún mucho más la ignorancia. Por eso temo enfrentarme a la muerte, porque ignoro si lo que me espera después es el conocimiento definitivo... o nada. Si hay un después, no es que lo dude, es que no lo sé.

Tal vez sea este el motivo del suicidio que acecha siempre en tierras de Portugal. El deseo de conocer nos lleva a la desobediencia de dios, que no quiere que le conozcamos y por eso no se nos presenta.

Y he sido testigo mudo de un ajuste de cuentas: el de aquel que se ha atrevido a decirle al dios del libro antiguo, que tiene que pedir perdón a los hombres. A ese dios que eligió un pueblo para esclavizarlo y castigarlo sin piedad al más mínimo desliz.

El hombre ha hablado por boca de Caín, víctima de la discriminación inútil que le convirtió en fratricida. Y Caín ha sido justo y el hombre debe estarle agradecido y enviar definitivamente al exilio a ese dios.

Y así llegará la primavera
.

Nota: estas reflexiones, si es que merecen ser llamadas así, están inspiradas en diversos poemas de Fernando Pessoa y en el último libro de José Saramago.






martes, 13 de octubre de 2009

TARDES MUSICALES


Recuerdo, tendría yo unos cinco o seis años, que mi padre decía que sentía un escalofrío al escuchar la Consagración de la Primavera de Igor Stravinski, a lo que mi madre, con cierta ironía y jocosidad, le contestaba que era un poco pedante.

Sin embargo, si ella le tocaba las manos, efectivamente podía comprobar que las tenía más frías que de costumbre. Ahora, pasados casi cincuenta años, tengo la certeza de que, de alguna manera, decía la verdad, porque la música si puede transformar o producir estados de ánimo en personas medianamente sensibles. Claro que esto no pasa de ser una opinión personal y como tal hay que tomarla.

Cuento esto porque en el canal (de TV) Mezzo, tuve la oportunidad de escuchar el doce de octubre una versión excelente de la famosa Consagración, interpretada por la Filarmónica de Berlín y dirigida por Bernard Haitink. Una maravilla de interpretación.

Me vino entonces a la memoria la frase (pedante o no) de mi padre y la recordación de las tardes de los sábados de mi infancia, que están claramente vinculados a la música.

Recuerdo que tenían un tocadiscos Kolster, con la forma de un maletín, del que se levantaba la tapa superior porque allí estaba el único altavoz. Un aparato muy sencillo que era capaz, eso sí, de reproducir discos a 33, 45 y 78 revoluciones.

Así que, en ese modesto aparato y en los conciertos de Radio Nacional, se fraguó, sin yo saberlo y ni siquiera imaginarlo, mi afición a la música llamada clásica que, curiosamente y, para gran desesperación de mis progenitores, tardó bastante en aparecer.

También me acuerdo de los escasos discos que componían la colección de mis padres: las sonatas claro de luna y los adioses de Beethoven, el concierto para piano numero de tres del mismo autor, las sinfonías 39 y 40 de Mozart, un extracto de la ópera Rigoletto de Verdi, la mencionada “Sacre” (era un disco editado en Francia) y lo que era la auténtica joya de la discoteca, una versión integra del Otelo de Verdi, con la orquesta de la NBC dirigida nada menos que por Arturo Toscanini.

De todos esos discos sólo sé de uno, precisamente el Otelo verdiano, que ha pasado a mi propiedad, tras la muerte de mis padres. Del resto no sé nada más.

Lo que sí recuerdo perfectamente es la impresión, no sé si esta es la palabra más adecuada para un niño, que me producía escuchar el famoso brindis entre Yago, Casio y otros personajes de esta ópera. Aún hoy, sin llegar al escalofrío, me emociona.

De vez en cuando, algún conocido les prestaba algún disco que después, desgraciadamente, había que devolver y no se oía más en mucho tiempo. Recuerdo dos especialmente: una versión de la novena de Beethoven y una selección de Caballería Rusticana con su maravilloso intermezzo.

Desgraciadamente, el Kolster, despareció un mal día, pues hubo que venderlo. Así me lo explicó mi madre algún tiempo después, porque el dinero hacía falta para otras cosas más perentorias. Así que, musicalmente, todo quedó reducido a Radio Nacional.

De todas formas, deduzco que las dificultades económicas se debieron atenuar porque, cierto tiempo después, quizá un año, recuerdo a mi padre sentado a la mesa camilla firmando unos papeles (más tarde supe que eran letras) por la compra de un televisor de la marca Iberia y que tenía una pantalla de 24 pulgadas.

Lamentable e incompresiblemente, la música de los sábados fue perdiendo terreno paulatinamente a favor de la caja tonta que, ya entonces, apuntaba nocivos deseos de exclusividad.

Se acabaron gran parte de las audiciones de música y se terminaron las excursiones a la Plaza Mayor el en tranvía 23 para pasar la parte final de la tarde del domingo degustando brocadillos de calamares en el bar donde se podía ver el fútbol porque tenían TV.

Y, por supuesto, se acabó escuchar al malvado Yago incitando a la bebida al inocente y torpe Casio para la perdición de la resignada Desdémona ¡La cantidad de frustraciones infantiles que ha generado la TV!

Ya contaré el resto otro día...