domingo, 27 de marzo de 2011

DE QUÉ ME SIRVE...

De qué me sirve ser cantor,

si mi voz permanece siempre muda

y no puedo cantar a la que amo.



Oprimido por los barrotes del silencio

en una cárcel de agonía

la palabra queda apagada y presa.



De qué mi sirven las manos

si no puedo acariciar a la que amo,

recorrer su cuerpo adorado

lentamente, poro a poro,

sentir su piel sobre mis dedos.



De qué mi sirven los ojos

si como un ciego,

no pueden ver a la que amo

y sólo tristemente la imagino

en mi desvelos cada noche.


De qué me sirve la boca

si no puede probar

el dulce sabor de sus besos

y cada día más seca y

hambrienta está de ella.

De qué me sirve la vida

si al claro de la luna

no puedo decirte que te amo.






lunes, 14 de marzo de 2011

EL HOMBRE DE LA ESTACIÓN

Como cada tarde, desde hacía muchos años,  aquel a quien llamaremos “ T” (su nombre no importa)  se sentó en el banco más próximo al viejo reloj de la estación,  que no funciona víctima de los tableros digitales que, además informar de la llegada o salida de los trenes, anuncian la hora y hasta la temperatura. Para nosotros es el hombre de la estación.


Después de la rutinaria jornada de trabajo y apenas sin comer, “T” se sienta tranquilo,  observa y espera, como todos saben.

Durante todos esos años ha visto pasar toda clase de personas y percibido multitud de escenas: lágrimas, alegrías, despedidas, enfados, carreras, besos, abrazos y alguna riña.

Pero hasta ahora,  entre todas ellas, jamás la definitiva,  la que  esperaba, el retorno de la se fue sin decir ni siquiera adiós. Han pasado ya muchos años, muchos trenes, muchas vidas, pero, como todos saben,  “T” sigue esperando.

Ha pasado tanto tiempo que ya los empleados de la estación, los compañeros de trabajo, los vecinos han dejado de murmurar sobre su comportamiento. Lo que al principio fue la comidilla y el motivo de conversación de todos,  en los bares, las alcobas y en las escasas tiendas,  ha dejado de tener interés.

El el tiempo también ha obrado en este caso su cruel trabajo de olvido.

Hubo una época en la que hasta los interventores, cuando aún los había,  preguntaban si  “T”  seguía sentado en su banco, si por algún motivo creían no haberlo visto.  Si,  no había faltado ni un sólo día.

Ciertamente,  para los poco caritativos (la mayoría) era un loco y los menos dispuestos a la burla,  un excéntrico. Pero para todos era un personaje distinto, raro, solitario, taciturno, posiblemente amargado.

Como todos lo saben todo,  a nadie interesó el motivo de la terquedad de sentarse en aquel banco durante años. Jamás una sola conversación, una sola palabra, una pregunta.

Entre los que han entrado y salido, durante todos esos años, nadie se ha fijado en "T",  allí sentado en su banco,  con algún libro entre sus manos.

 Ah, si no hubiera sido por los libros, que largas se hubieran hecho las horas en aquella estación de paso, sentado en un banco que nadie más usa, no se sabe si por miedo o por respeto, o aún peor,  por indiferencia, como “T”, suponía.

Nadie se ha molestado jamás en saludarlo, a veces tiene la impresión de ni siquiera está allí sentado, tal es el escaso interés que su persona causa entre los demás. Si algún niño lanza una mirada de curiosidad,  inmediatamente la persona que lo acompañaba le da un tirón para que acelere el paso.

Sin embargo, todos los saben: espera que algún día vuelva la que se marchó sin decir adiós, sin una sencilla nota, una pequeña explicación por muy incoherente que fuera. Todos saben todo, por eso no han preguntado. No se pregunta sobre lo que se sabe

Lluvia, frío, calor, azul, grise, amarillo, rojizo; olores y colores  diferentes,  acordes con la época del año, eran también testigos, igualmente mudos de su espera.

Pero éstos son mejores compañeros porque aparen puntuales cada año, fieles a su encuentro, sin más.

Como cada tarde, llegó la hora de cerrar aquella estación de paso. Hasta la mañana siguiente, bien temprano, no recuperará su actividad, lo mismo que él tendrá que presentarse en su puesto de trabajo donde todo se limita a un buenos días y poco más. Poco hay que hablar entre los que lo saben todo.

Se levantó con su libro y,  por primera vez en muchos años, un esbozo de sonrisa quedó diseñado en cara. Ya no tendrá que volver a sentarse en el banco de la estación. Pero eso sólo él lo sabe.