domingo, 22 de noviembre de 2009

LA SORPRESA

La semana santa de 1970 iba a tener algo especial. Porque, después de muchos años de soportar las retrasmisiones televisivas, de bastantes de las procesiones que se celebraban a lo largo y ancho del país, o de escuchar música apropiada para el evento, el dauphine de mi padre nos permitiría hacer una viaje como a otros muchos españoles de aquellas época.

Ya conté, al hablar de mi viaje a Burgos, que el famoso dauphine había sido la adquisición más importante de la familia, posible gracias al pluriempleo, ese descubrimiento del franquismo para que los españoles currantes pudieran llegar a fin de mes, o permitirse algún pequeño lujo y, sin lugar a dudas, entonces, un coche lo era.

La expectación crecía a medida que el tiempo avanzaba y estaban más próximos los tres días en los que estaríamos de nuevo lejos de casa disfrutando de las vacaciones.

Me imaginaba en una playa del mediterráneo, sentado frente al mar (que aún no conocía) y, si era posible, observar, con recato y prudencia, a algunas de esas extranjeras maravillosas de las que tanto se hablaba ya en aquel tiempo.

Bikinis de rubias maravillosas, senos, cosenos y palmitos y melenas sugerentes al viento, eran como una especie de tierra prometida para alguien que, salvo el accidentado caso de Burgos, no conocía más allá de Madrid y alguno de sus alrededores.

Se acercaba al día D y mi padre no soltaba prenda hasta que un día, ¡por fin!, nos reunió para comunicarnos la decisión que él, con la anuencia un poco resignada de mi madre, había tomado para esa semana santa: Cáceres

¡Que desolación tan terrible! Adiós a las extranjeras y a sus maravillosas presencias playeras, adiós al sol del mediterráneo. Adiós la observación de esas bellezas, aún incluso prudente. Todo eso se había esfumado en un segundo, tras conocer que en realidad el viaje tenía como destino Cáceres. Había, era el argumento, que aprovechar el tiempo para cultivarse y no para ir como todo el mundo a una playa saturada de personas.

Y encima, el panorama se ponía aún más sombrío porque, si ya de por sí el destino presagiaba católica austeridad, durante el itinerario habría que estar atentísimo a todos los monumentos, comarcas y peculiaridades del recorrido a fin de comprobar “in situ” su existencia que, hasta ese momento, sólo por los libros de geografía e historia de la editorial SM, me eran conocidas. ¡Horrible escarnio!

En fin, llegó el jueves santo. En ese tiempo no existían tantos restaurantes de carretera como ahora y por tanto, y porque tampoco la liquidez era la misma de ahora, había que ir pertrechados con comida para el viaje. Una clásica tortilla de patatas y algo de embutido y pan, componían el aparejo al que se sumaba una mesa plegable con sus cuatro asientos, igualmente plegables.

La carretera desde Madrid a Cáceres sólo tenía entonces una pequeña dificultad orográfica, el alto de Miravete que hoy se pasa en un “pispas” gracias a unos túneles que atraviesan las montañas de esa zona. Así que el viaje no ofrecía, en principio demasiados bretes, aunque con el ya citado dauphine nunca se podían aventurar estas cosas.

Bien. Sería la del alba, cuando bastante cargados de equipaje para los siguientes tres días y, esta vez si, con el hotel reservado, empezamos el viaje con lentitud pero con seguridad.

Paramos para comer un bocado ya en tierras cacereñas y, aparcados el coche y nosotros a la sombra, se acercó un pastor al que invitamos a beber un vaso de vino que aceptó de buena gana..

Nos estuvo hablando sobre la dureza de su trabajo y nos explicó que las tierras que veíamos y, aún las que ni alcanzábamos a ver, pertenecían a un solo señor que, además, le pagaba una miseria.

Mi madre, que aún tenía un cierto sentido de justicia social de su época falangistona, le preguntó que por qué no protestaba, a lo que el pastor dijo: señora si protesto, mañana otro lo hará por menos dinero. Esta fue la primera sorpresa en tierras extremeñas y no sería la última.









sábado, 14 de noviembre de 2009

¿UN NUEVO LTI?

La lectura, hace unos días, de una entrada de Menda sobre la utilización de un lenguaje específico y, ciertamente detestable, para los mensajes (sms) en los teléfonos móviles o celulares, me recordó mi intención de escribir, hace ya varias semanas, sobre una preocupación similar y que finalmente deseché para no ofender a otras personas que pudieran sentirse concernidas.

Quede claro pues que, nada más lejos de mi intención, que pontificar sobre algo y que sólo trato de poner sobre el tapete una cuestión que me preocupa.

En fin, animado por la reacción de muchos ante el buen apunte de Menda, retomo ahora la idea alarmado por la, cada vez mayor, utilización que el sistema hace sobre el lenguaje y la forma en que todos, de forma inconsciente en la mayor parte de las ocasiones, aceptamos ese hecho y no nos damos cuenta de su trascendencia.

El detonante surgió durante las vacaciones veraniegas en las que tuve la oportunidad de leer un libro con un curioso título, de los que le gustaría a Anabel, “LTI*”, escrito por el filólogo alemán Víctor Kemplerer primo del director de orquesta Otto Kemplerer.

La obra trata de cómo el Tercer Reich usó el lenguaje para llevar adelante su proyecto totalitario que, por supuesto, incluyó una forma de uso que del lenguaje tenían que hacer o, como poco, soportar los alemanes. Una de las cosas que más desazonó a Kemplerer es que, incluso quienes estaban manifiestamente contra el régimen, llegaron a caer en el uso del lenguaje impuesto por los nazis. Y de esto no escaparon ni siquiera algunos judíos, como señala el autor.

Sin embargo, una de las cuestiones que más me llamó la atención fue un capitulo dedicado al uso de las terminología técnica en el habla cotidiana. Evidentemente no me refiero (ni Kemplerer) a la inclusión de palabras como consecuencia del desarrollo de la tecnología y de la ciencia, sino la aplicación de una terminología deshumanizante.

De forma que, por ejemplo, el autor se asombra cuando los nazis, a la hora de de evaluar las pérdidas o la disponibilidad de personas parar ingresar o estar en el ejercito, hablan de “material humano”. Se me encendió la bombilla y me quedé perplejo.

Pero, si hoy también estamos hablando de material humano cuando nos referimos a las personas que trabajan en una fábrica y son considerados valores añadidos a la hora de defender un proyecto. “Nuestra ventaja -oímos- es que contamos con un gran material humano”, dicen orgullosos muchos empresarios, con la anuencia y satisfacción de los aludidos que se sienten halagados.

Y aún hay frases peores: “espero que tras las vacaciones vengas con las pilas cargadas” (como si fueras un teléfono móvil) o bien esta otra: “tienes que estar a tope de vueltas”, como si se tratase de un motor y no, en ambos casos, de una persona. ¡Que horror! Porque lo malo es que asentimos y colaboramos en esta degradación. Y no somos máquinas, ni móviles, ni motores.

Me doy cuenta de hasta que punto el sistema ha conseguido persuadirnos de que somos piezas dentro de un engranaje de producción, en el que perdemos nuestra condición de personas pensantes para pasar a engrosar al final el “material humano” del que hablaban los nazis.

Material que, por otra parte, que es perfectamente sustituible, “si no te reciclas”, como si fueras un envase de plástico.

Lamentablemente esta presión ha sido aceptada sin demasiada oposición y hoy hemos convertido nuestro lenguaje en una especie de mezcla de terminología entre tecnológica y extranjerizante que habla de bits, de Business manager, de call center, de “centrarse” en una cuestión o de estar “anclado” en el pasado.

*Lingua tertii imperii


domingo, 1 de noviembre de 2009

MUSICA EN EL TIEMPO...

Pensaba dar por concluida, al menos por ahora, la pequeña serie de entradas dedicadas a la música pero, vuestros interesantísimos comentarios, me animan a ampliarla con uno más que, eso sí, se aleja deliberadamente del mundo de los recuerdos para entrar en el mucho más complejo de los sentimientos, en los que casi todos habéis coincidido al referiros a mi entrada.


Si, es cierto, la música tiene que ser un sentimiento integral; no se puede escuchar una sinfonía de Mozart como quien contempla el escaparate de una relojería, por muy buenos que sean los relojes. El reloj gusta, Mozart (y otros, por supuesto) te puede llevar al paraíso. Pero eso hay que sentirlo.

Evidentemente, el paso de los años, hace que todas las cosas que han sucedido y suceden en nuestra vida las veamos de otra forma y aquello que nos pareció esencial en un momento, no lo es tanto ahora, cuando nos aproximamos, si no al final del recorrido, si por lo menos, a la puerta que abre el mismo. El sentimiento que inspira la música, por supuesto, no es una excepción.

Hace ya bastantes años, siendo aún adolescente el entusiasmo que me producían ciertas obras, casi siempre relacionadas con los compositores románticos, tanto por la época en la que fueron compuestas, como por el tratamiento de las mismas, me trasladaban a un mundo de figuración, de exaltación, casi, o más bien sin casi, me provocaban una revolución interna que tenía que convertirse necesariamente en un acto externo.

Las notas, que me parecían sublimes, eran capaces de excitar mi conciencia, de prepararme para actuar en cualquier campo de batalla, como una especie de héroe al que los dioses habían ungido para liberar a pueblos oprimidos o desfacer todo tipo de injusticias y entuertos.

Sin embargo, pasó el tiempo sin que desgraciadamente lograra alguno de estos objetivos, aunque he de decir, en mi descargo, que, al menos, hice algunos intentos que resultaron, ciertamente estériles y muy decepcionantes.

Y, ese mismo paso del tiempo, también relativizó mis preferencias musicales. No es que las obras de mi adolescencia me hayan dejado de gustar, es más, aún hoy las escucho con verdadera devoción porque fueron las compañeras de la que es, posiblemente, la mejor parte de mi vida, la menos contaminada. No es por tanto una cuestión de gustos.

Sencillamente han dejado de ocupar el lugar de exclusividad, de privilegio, han cedido algo en su ímpetu para dar paso al sosiego. Y donde antes los alegro con fuoco románticos eran la fuente que inspiraban mis pensamientos, poco a poco fueron sustituidos por las templadas notas de los barrocos: los adagios inconmensurables de Albinoni, Juan Sebastián Bach, Marcello. Corelli, etc. La paz hecha música.

Esta misma mañana he escuchado la Pasión según San Mateo y, como casi siempre, he llegado a la conclusión de que, efectivamente, si dios no existe, era necesario inventarlo para que Bach pudiera hacer lo que hizo.

Claro que han pasado muchos años y esa evolución no ha sido repentina. No soy, por tanto, un converso, porque no he renunciado a nada, ni he cambiado de gusto, sencillamente he ampliado, afortunadamente, mi espectro. También la tolerancia ha llegado a este campo.

Pero, de la misma forma, observo que ya hay algunas obras que me resulta difícil escuchar porque me producen una emoción que me desasosiega profundamente. Obras que son especialmente sobrecogedoras y caen como una losa sobre el ánimo de quien las escucha. También me sucede con algunos poemas, especialmente de Leopardi, por ejemplo. La angustia se apodera de mi pensamiento.

Por volver a la música, que es la que justifica este texto, es difícil escuchar sin pesadumbre la tercera sinfonía de Górecki, o “lucevan l’stelle de Tosca. No es la música la que ha cambiado, lleva a siendo la misma desde hace muchos años. Es que yo me hago indefectiblemente más viejo cada día que pasa.