miércoles, 25 de agosto de 2010

HISTORIA DE UNA ZENIT




La llegada de nuevos productos, con tecnología mucho más avanzada, ha enviado en muchos casos en baúl de los recuerdos, a viejos aparatos que durante años cumplieron su papel. Ha sido frecuente en cámaras de fotos, donde las analógicas han perdido casi todo el terreno frente a las digitales o, también, en los discos de audio, donde los CDs han mandado al olvido a los discos de vinilo.

Sólo algunos nostálgicos se resisten aún hoy a emplear las nuevas máquinas mucho más “científicas” y, por lo que parece, más sencillas de usar, al menos, aparentemente.

Mi Zenit 122


Pero ocurre que, a veces, tras años de ser arrinconados, los viejos productos reviven, no se resignan a ser, en el mejor de los casos, piezas de museo o reliquias para coleccionistas y partidarios del “vintage”.

Comento esto porque he tenido un reencuentro agradable con una vieja compañera. Mi querida cámara Zenit 122 que es una verdadera pieza de museo.

Fue la primera cámara que tuve verdaderamente buena. La primera de sistema reflex.. Y no tiene mucho secreto que me decidiera por esa marca fabricada la URSS. Su precio era mucho más asequible, para mi sueldo de entonces, que el de las equivalentes japonesas que venían a costar más del doble. Así que ahorré un poquito y me compré mi Zenit por 12.000 pesetas, es decir unos 65 euros. Curiosamente hoy es complicado encontrarlas más baratas, incluso si están muy usadas.

A partir de ese momento memorable se convirtió en una camarada (no tiene nada que ver con su origen soviético) inseparable y conmigo fue a París, Londres, Florencia, la mayor parte de Francia y Alemania y, en definitiva, un montón de sitios entre los que estuvieron muchos de España.

Poco a poco fueron llegando complementos: un gran angular, un teleobjetivo, etc. Me dedique a hacer fotos con verdadero entusiasmo. Cientos de fotos, en cientos de ocasiones.

Sin embargo, recuerdo con especial cariño, mi visita a la URSS, donde mi cámara causó verdadera sensación.

Resulta que para los ciudadanos de la URSS ver a un turista occidental equipado con una cámara fabricada en su país era un verdadero acontecimiento. La mayoría de los que visitaban entonces la Unión Soviética (en 1981), eran todavía fundamentalmente estadounidenses, japoneses y alemanes. Muy raro era ver a o españoles, aunque en esa época ya se podía viajar una vez por semana a Moscú en un vuelo de Aeroflot que salía de Madrid a las 10 de la mañana y llegaba seis horas después, tras una escala en Berlín Este de una hora.

El caso es que esos turistas, evidentemente con mucho mejor nivel de vida que el del español medio ( o sea como ahora), si llevaban estupendas cámaras Nikon, Yashica o Canon que los rusos no podían comprar bajo concepto alguno, salvo que viajaran fuera de su país o tuvieran la suerte de que algún extranjero “generoso” se la regalase, algo que no era frecuente salvo para el caso de los funcionarios del Estado a quienes convenía tener contentos.

Así que, efectivamente, ver a todo un visitante del mundo capitalista con semejante artilugio sacando fotos del Kremlin era cuando menos motivo de comentario. Además, incluso dentro de la URSS, el precio de esa cámara resultaba menos asequible que en España. Es decir, tampoco para los soviéticos era coser y cantar hacerse con una Zenit.

Verdaderamente causó asombro y, más de una vez, fui interpelado en mitad de la calle, por algún ciudadano del paraíso comunista, sobre mi extravagante idea de comprar un producto soviético, pudiendo adquirir uno japonés.

Evidentemente con semejante opinión de si mismos, no es de extrañar que al cabo de unos años, cuando su régimen, corrupto, ineficaz y cualquier cosa menos socialista, fuera barrido de un plumazo nadie moviera un dedo no ya por salvarlo, sino por mejorarlo.

Si embargo, mi vieja Zenit funciona perfectamente, logro todavía hacer unas fotos bastante aceptables, pese a que no soy un fotógrafo experimentado, y a buen seguro que en estas vacaciones que ahora empiezo, me ha de dar todavía grandes alegrías.




viernes, 6 de agosto de 2010

CONCURSO DE PARADELA

EL

Acababa de despedir a las últimas amigas que habían ido a felicitarla por su 17 cumpleaños cuando su madre le entregó un sobre de color azul. Aunque no tenía remitente, sabía perfectamente que era de él. Había estado esperando todo el día la llegada de esa carta. No había fallado ni un sólo año, cada 22 de junio.

Salió de la casa y se dirigió directamente hacia el pozo. Se sentó recostada sobre los ladrillos húmedos para leer con más tranquilidad. Para empaparse de cada frase.

Querida Teresa espero que estés bien. No me olvido de tu cumpleaños, y aunque no sé si la carta llegará a tiempo quiero enviarte un cariñosa felicitación

Lamentablemente este verano no podré ir a la casa de mi abuela. Mis padres quieren que vaya a estudiar fuera, a un colegio en Inglaterra...

No siguió leyendo, no era necesario. Él decía lo que durante tiempo había temido pero se negaba a aceptar. Lo que la torturaba cada día, el temor a perderlo.

Durante algún tiempo no sintió nada. Se quedó inmóvil junto al pozo. Pero, después de unos instantes, notó que un frío extraño y glacial le recorría el cuerpo, una sensación de desasosiego se apoderó de ella poco a poco. Sintió miedo de sí misma.

Entre tanto, su mente se trasladó a otro tiempo, a otro lugar, pero sin poder evitar la presencia de aquel pozo. Junto a él estaban los mejores recuerdos de su vida y ahora tenía que enterrarlos.

Se acordó del primer beso de él, las primeras caricias, las primeras promesas. Habían pasado nada menos que doce años desde que lo vio por primera vez. Ahora era el final. Muchas veces había imaginado este momento, sola, sentada en el pozo, esperando de él una respuesta que no quería escuchar..

La primera vez él llevaba todavía pantalón corto y el pelo rubio casi al rape y se aburría. No dejaba de preguntar por todo: cómo era la vida allí, en el pazo, durante el invierno, cuando él no estaba.

Todo le interesaba, hasta el más mínimo detalle. Las horas pasaban rápidas y nunca encontraba tiempo para volver al viejo caserón donde la seriedad y, sobre todo, la soledad más absoluta le esperaban. Ella lo sabía.

Durante todos esos años el había sido la esperanza. La posibilidad de otra vida; no sabía si mejor pero si, al menos, distinta. Una vida alejada de aquel pozo donde tenía que ir cada mañana a recoger agua, aquel pozo donde veía como su cara iba cambiando cada año, mientras que su existencia se quedaba estancada.

Cada verano era igual y a la vez distinto. Solo el pozo permanecía silencioso, expectante.

Casi era de noche cuando oyó la voz de su madre que la llamaba para cenar. Se levantó lentamente y maquinalmente tiró la carta al pozo. Era la despedida.

Desde aquella tarde Teresa desapareció, nunca más se supo de ella y, en realidad, a nadie le interesó entonces saber más.

Durante muchos años no hubo más cumpleaños, ni más cartas.

Pero el pozo, que siempre había sido un testigo mudo, no olvidó la promesa y su tapa sólo quedó cerrada cuando él la cumplió.