Mis vacaciones, que ya tocan a su fin, tienen un rito iniciático en la visita que hago cada año a mi amigo Jaume Cordelier en su retiro, o exilio, como él prefiere decir, de Peñíscola, donde vive hace ya unos cuantos años dedicado a la tarea ingente de escribir la biografía “definitiva” de Benedicto XIII, el famoso Papa Luna. Trabajo que, tanto él como yo, sabemos que no llevará a cabo, no por falta de talento, por cierto.
Sin embargo, un mal día (para la enseñanza) me comentó que estaba harto de tener que pelear con alumnos a los que la historia no les importaba en absoluto y, lo que según él es peor, con padres a los que tampoco les importaba que a sus hijos nos les interesara. Pidió la cuenta y se marchó a Peñíscola.
Desde entonces, evidentemente, nos vemos muy poco. Se niega rotundamente a venir a Madrid y sólo se mueve por el entorno cercano a su residencia, ya que, además al usar siempre en transporte público su radio de acción se ve algo limitado. Hace tiempo que prescindió del automóvil y de otras cosas que causarían asombro.
Este año mi visita a sido especialmente productiva porque, además del ritual de la fideuá en el restaurante que regenta su amigo el Sr. Paco, un oscense poco hablador pero entrañable, que nos deleita además con un buena ración de jamón de Teruel, pá amb tomaca y all i oli, regado todo ello con un vino claro de Requena, he tenido la oportunidad de acompañarlo un concierto de cámara que se celebró en Peñíscola, justo el día de mi llegada, a cargo de la Filarmónica de Cámara de Colonia y al que Jaume tenía especial interés en asistir.
La verdad es que entre el silencioso ambiente nocturno, en lo más elevado del castillo del Papa Luna, donde la perspectiva de la ciudad, aunque bastante estropeada por algunos edificios que Cordelier demolería sin más, es aún sugestiva, algo erótica y mágica, y el buen hacer de la orquesta, en la que destacó la violinista rusa Natalia Sergeeva, he de reconocer que la noche se me hizo muy corta pese a las dos horas de audición.
Profundamente escéptico, de tal forma que, comparado con él, soy un optimista irredento, Jaume tiene una visión de la vida abrumadora. Me da la impresión de que cree en muy poco o más aún, en nada. Al menos, eso deduje después de la larga tertulia que mantuve con él tras el concierto, donde Vivaldi nos transmutó, lo mismo que Mozart y Pachelbel. Muy pocas cosas ya le emocionan, aunque afortunadamente la música y la vida de Benedicto XIII, sean algunas de ellas, al igual que una buena jornada gastronómica. Algo es algo...
A muchos les parecerá un comienzo de vacaciones algo sombrío pero, en absoluto es así. Mi visita a Jaume es enriquecedora porque, incluso dentro de su fondo de decepción y pesimismo, es una persona que tiene un gran vitalidad que sabe transmitir a la más mínima oportunidad.