lunes, 20 de septiembre de 2010

CONCIERTO EN PEÑÍSCOLA

Mis vacaciones, que ya tocan a su fin, tienen un rito iniciático en la visita que hago cada año a mi amigo Jaume Cordelier en su retiro, o exilio, como él prefiere decir, de Peñíscola, donde vive hace ya unos cuantos años dedicado a la tarea ingente de escribir la biografía “definitiva” de Benedicto XIII, el famoso Papa Luna. Trabajo que, tanto él como yo, sabemos que no llevará a cabo, no por falta de talento, por cierto.

Cordelier es un personaje muy curioso, al que muchos considerarán más bien algo extravagante. De una familia originaria de Aviñón, por parte de su padre, y del País Valenciano por el de su madre, estuvo durante años dedicado a la docencia con un entusiasmo admirable.

Sin embargo, un mal día (para la enseñanza) me comentó que estaba harto de tener que pelear con alumnos a los que la historia no les importaba en absoluto y, lo que según él es peor, con padres a los que tampoco les importaba que a sus hijos nos les interesara. Pidió la cuenta y se marchó a Peñíscola.

Desde entonces, evidentemente, nos vemos muy poco. Se niega rotundamente a venir a Madrid y sólo se mueve por el entorno cercano a su residencia, ya que, además al usar siempre en transporte público su radio de acción se ve algo limitado. Hace tiempo que prescindió del automóvil y de otras cosas que causarían asombro.

Este año mi visita a sido especialmente productiva porque, además del ritual de la fideuá en el restaurante que regenta su amigo el Sr. Paco, un oscense poco hablador pero entrañable, que nos deleita además con un buena ración de jamón de Teruel, pá amb tomaca y all i oli, regado todo ello con un vino claro de Requena, he tenido la oportunidad de acompañarlo un concierto de cámara que se celebró en Peñíscola, justo el día de mi llegada, a cargo de la Filarmónica de Cámara de Colonia y al que Jaume tenía especial interés en asistir.

La verdad es que entre el silencioso ambiente nocturno, en lo más elevado del castillo del Papa Luna, donde la perspectiva de la ciudad, aunque bastante estropeada por algunos edificios que Cordelier demolería sin más, es aún sugestiva, algo erótica y mágica, y el buen hacer de la orquesta, en la que destacó la violinista rusa Natalia Sergeeva, he de reconocer que la noche se me hizo muy corta pese a las dos horas de audición.

Sin embargo, me queda un punto de de duda, sobre mi amigo. Sé que ha elegido la soledad, casi el recogimiento monacal, como modo de vida. Pero no sé esta forma es fruto de una decisión meditada o producto del desasosiego que percibo.

Profundamente escéptico, de tal forma que, comparado con él, soy un optimista irredento, Jaume tiene una visión de la vida abrumadora. Me da la impresión de que cree en muy poco o más aún, en nada. Al menos, eso deduje después de la larga tertulia que mantuve con él tras el concierto, donde Vivaldi nos transmutó, lo mismo que Mozart y Pachelbel. Muy pocas cosas ya le emocionan, aunque afortunadamente la música y la vida de Benedicto XIII, sean algunas de ellas, al igual que una buena jornada gastronómica. Algo es algo...

A muchos les parecerá un comienzo de vacaciones algo sombrío pero, en absoluto es así. Mi visita a Jaume es enriquecedora porque, incluso dentro de su fondo de decepción y pesimismo, es una persona que tiene un gran vitalidad que sabe transmitir a la más mínima oportunidad.














viernes, 3 de septiembre de 2010

EL PERIODISTA NOVATO



Se sentó frente a la vieja máquina de escribir consciente de que era un simple novato y, encima, estaba allí por suerte, por recomendación, por enchufe. los compañeros le miraban con cierto desprecio, no exento de recelo, por si pudiera ser un topo del redactor jefe que era quien le había “colocado”.

Sólo llevaba una semana y le habían encargado escribir sobre un asunto menor o,  al menos, eso le parecía a él, que había acabado la carrera el año anterior en Santiago y estaba dispuesto a comerse el mundo.


  • Pronto demostraré que no soy tan novato y que el puesto que ocupo no es inmerecido y me servirá para llegar más lejos, pensaba Arturo, mientras procuraba ordenar las ideas sobre el asunto del que tenía que ocuparse.

Era un caso algo extraño: la desaparición de un importante personaje de la región justo cuando se iba a deshacer de la vieja finca familiar. Había quedado con un comprador y,  aunque se suponía que había llegado a su destino, jamás se había vuelto a saber nada de él.
El que iba comprar el pazo, un nuevo rico que se había embolsado millones de euros con la especulación inmobiliaria, relató a la policía que había llegado a la cita más tarde de lo pactado porque se había perdido y que, finalmente, sólo encontró el todo terreno de José Damián Quintana Veiga  con las llaves puestas, pero,  a nadie más.

La policía lo tuvo algún tiempo retenido como posible autor de la muerte de Quintana, pero al no encontrar el cuerpo, ni pruebas contundentes, lo tuvieron que dejar libre. Pese a eso seguía siendo un sospechoso y no podía salir del país.

Arturo, a quien su apellido -Feijóo- abría casi todas las puertas, había logrado lo que muchos de sus colegas habían intentado desde hacía meses sin éxito, lo que  les había llevado a abandonar un poco el caso del gallego desparecido, como ya se conocía este extraño asunto en casi toda España.

Fernando García Pita, era el inspector encargado de las pesquisas sobre la supuesta desaparición y estaba absolutamente desconcertado. No había cuerpo, ni testigos, ni nada. Quintana se había esfumado. Pensó en un asunto de drogas o en un secuestro, pero nada.

En sus charlas con Arturo, le dijo que había examinado con detenimiento toda la zona, incluido el pozo al que pudo ser arrojado que, aparentemente, llevaba muchos años sin abrirse porque la tapa estaba firmemente colocada y hubiera sido complicado para una sola persona poder moverla. De hecho hicieron falta tres agentes para poder retirarla. Nada por ese lado, según la policía.

Arturo comenzó a escribir. Él que estaba acostumbrado a los mejores teclados de los ordenadores más avanzados, se sentía profundamente despistado ante aquella reliquia de los viejos tiempos del periodismo. Pero, era lo que había. 

Estaba convencido de que su jefe inmediato le había asignado ese artículo para fastidiarle, y encima escribirlo en una máquina porque los ordenadores eran pocos y estaban ocupados por otros compañeros.

Sin embargo, sintió que las palabras salían con más facilidad de lo que pensó inicialmente e, incluso, el ruido de la máquina le pareció agradable, rítmico, con un cierto sonido melodioso en cada línea que escribía y cada vez que hacía girar al carro. Un son peculiar y conocido.

Recordó que en casa de su padre había una igual, o muy parecida, donde èste, quien le había animado a estudiar periodismo, había escrito varias cosas, entre las que estaban algunos discursos para los mandatarios del régimen en Galícia.

- ¿Qué habrá sido de aquella underwood? Seguramente -pensó- su madre, miedosa, la vendería o la escondería al llegar la democracia. Estaba convencida de que la más mínima prueba de colaboración con el franquismo les llevaría a la cárcel sin remisión. ¡Qué disparate, pensar que la underwood sería un compromiso!

Escribió, todo lo deprisa que sus dedos le permitieron y antes del cierre de la edición ya pudo presentar a su jefe de sección el artículo sobre la desaparición de Quintana.

Luis Veiga Sanz, su inmediato superior lo leyó y dio el visto bueno, al tiempo que miró las hojas con cierto asombro y le preguntó ¿dónde había escrito aquellos cinco folios?

Arturo contestó que en la máquina de escribir que estaba en una mesita de la redacción, junto a la salida.

Veiga, perpelejo, dijo que eso era imposible porque esa máquina llevaba años sin usarse y no tenía ni siquiera la cinta correspondiente, que no podría haber escrito allí. Añadió que había pertenecido a un preboste del régimen anterior y que allí incluso se escribió algún discurso de Franco.

Arturo se quedó blanco como la cal...y no supo que decir.