miércoles, 19 de mayo de 2010

LA HERMANA TRINITARIA


Creo que era el primer martes de cada mes cuando, muy de mañana, sonaba el timbre y corría a abrir la puerta con la seguridad de que iban a aparecer tras ella las dos hermanas Trinitarias a las que mi madre, de forma invariable, daba cinco pesetas para que pudieran hacer sus obras de caridad.

Recuerdo perfectamente el contento que me producía poder pesar el pequeño crucifico con forma curiosa y de color rojo y azul y que me llamaba mucho la atención Y que llevaba la que era más mayor de las dos. Una monja ya entrada en años, gordita, con la cara sonrosada y simpática que llegaba en compañía de otra más joven y que pocas veces hablaba, salvo para saludar, dar las gracias y despedirse.

Mantengo en mi memoria esa imagen afable de aquella monja que siempre sacaba algunos caramelos de una bolsa pequeña y los repartía con generosidad. Así fue durante bastantes años.

Supongo que mi madre creía que con cada cinco pesetas hacía un mérito más para ganarse un sitio en el paraíso. Supongo que la hermana Trinitaria también y estoy seguro de que yo si lo creía así..

Y ahora, pasados casi cincuenta años, contemplo horrorizado todas las atrocidades que con niños de mi edad de entonces (unos seis años) han cometido personas pertenecientes a la Iglesia Católica y me acuerdo de “mi” hermana Trinitaria.

¿Qué pensaría ella de tanta barbaridad? ¿Acaso su fe decaería o se vería asaltada por las dudas o, más aún, colgaría el hábito avergonzada y horrorizada de pertenecer a una iglesia que ha cometido y consentido y cobijado y ocultado a tanto inmoral y delincuente?

Estoy seguro de que mi hermana Trinitaria era una excelente persona. La cara no engaña casi nunca y la suya irradiaba bondad, amabilidad. Su risa al más mínimo comentario sobre cualquier cosa banal y sencilla, propia de un niño, era indicativa de que detrás de ese hábito que tanto calor les hacía pasar en el tórrido verano mesetario había alguien bueno.

Afortunadamente, mi Trinitaria no ha vivido para poder contemplar todo esto porque, posiblemente, hubiera sucumbido a la vergüenza, a la inmoralidad o, quizá desde su punto de vista, al pecado que, ella quien trabajaba con niñas pequeñas y jóvenes de familias con problemas hubiera sentido como un latigazo en su propio cuerpo.

Pero yo, si he tenido tiempo de verlo y pido justicia en su nombre y en el de todas las víctimas.

sábado, 1 de mayo de 2010

EL INGENIO FERROVIARIO


Durante un viaje que he efectuado recientemente, entre otros lugares, por las Encartaciones vizcaínas, zona que pese a haber vivido muchos en el País Vasco conocía bastante mal, me ha asombrado hasta qué punto puede llegar el ingenio de las personas en los casos de necesidad, sobre todo si se trata de comer.

Hace ya muchos años, como se diría en un cuento de esos que ahora Vargas llosa y Pérez Reverte quieren escribir para los niños, hubo un tren minero que llevaba el carbón desde el norte de León hasta los altos hornos de Bilbao. Fue el famoso tren de La Robla que después también sirvió para llevar a los inmigrantes desde esas deprimidas zonas leonesas y castellanas hasta la industrializada Vizcaya.

Es recordado aún ese recorrido por su dureza, que se hace en vía estrecha (un metro de ancho) ante la imposibilidad de construir una vía más ancha dadas las características orográficas del terreno. El caso es que la distancia entre la capital vasca y el pueblo leonés, de poco más de 300 kilómetros, se tardaba en cubrir hasta 12 horas. Hoy tampoco es moco de pavo, pues se invierten nada menos que siete.

En esas condiciones se puede deducir fácilmente que los viajes para los maquinistas y empleados de la compañía eran cuando menos complicadas por lo que se refiere a una necesidad tan básica como era la alimentación y, es aquí, donde surge el ingenio ferroviario que ahora se ha convertido un atracción gastronómica.

Evidentemente para los pasajeros era igualmente duro pero, en los vagones, era más factible arreglárselas para poder comer de alguna forma.

La putxera ferroviaria, también llamada olla o puchera, según la zona de la que se trate, es una cazuela grande, inventada por los maquinistas de la compañía que hacía el mencionado recorrido. Lo interesante de esa putxera es que mediante un dispositivo realmente ingenioso, podía usar o bien el vapor de la caldera de la locomotora, o bien el carbón de la misma, con lo que se podía preparar un buen plato de legumbres con sus respectivos sacramentos.

Generalmente los maquinistas usaban el vapor, mientras que los restante empleados que viajaban en el último vagón, llamado de frenado, usaban carbón Porque, evidentemente, el vapor no llegaba hasta su posición.

Se hace la putxera (utilizaré el nombre vasco) con una buena cantidad de alubias cuyo tipo puede variar según la zona de procedencia de los ferroviarios. Si son vascos, vendrán de Tolosa en Gipuzkoa o de Gernika y, en ambos casos, serán de un color casi negro y de tamaño más pequeño que las de Castilla y León. Y, por supuesto, se cocinan con morcilla, chorizo, oreja, panceta y algo de verdura y cinco horas de cocción. Se comerá primero la alubiada y después habrá que hacer sitio para el resto.

En otras zonas, como el norte de León, Palencia y Burgos, además de Cantabria, las alubias eran pintas o blancas, con iguales aditamentos. También se solían usar garbanzos o lentejas, igualmente abundantes en esas comarcas.

El éxito de ese tipo comidas ha pasado a nuestros días y hoy, por ejemplo en la vizcaína Balmaseda se hacen concursos anuales de putxera, donde caen varios kilos de babarruna beltza (alubia negra en euskara) y litros de vino, que es lo mejor para hacer una buena digestión.

He tenido la oportunidad de probar esta putxera y, desde luego, es una manjar digno de los mejores restaurantes. Eso sí, hay que estar bien preparado porque, al revés de lo que ocurre en muchos comedores, aquí la ración es grande y el plato normal. 

Como se puede apreciar en la foto (mía) la putxera es una olla encastrada en un artilugio de hierro, con el carbón en la parte baja.