Creo que era el primer martes de cada mes cuando, muy de mañana, sonaba el timbre y corría a abrir la puerta con la seguridad de que iban a aparecer tras ella las dos hermanas Trinitarias a las que mi madre, de forma invariable, daba cinco pesetas para que pudieran hacer sus obras de caridad.
Recuerdo perfectamente el contento que me producía poder pesar el pequeño crucifico con forma curiosa y de color rojo y azul y que me llamaba mucho la atención Y que llevaba la que era más mayor de las dos. Una monja ya entrada en años, gordita, con la cara sonrosada y simpática que llegaba en compañía de otra más joven y que pocas veces hablaba, salvo para saludar, dar las gracias y despedirse.
Mantengo en mi memoria esa imagen afable de aquella monja que siempre sacaba algunos caramelos de una bolsa pequeña y los repartía con generosidad. Así fue durante bastantes años.
Supongo que mi madre creía que con cada cinco pesetas hacía un mérito más para ganarse un sitio en el paraíso. Supongo que la hermana Trinitaria también y estoy seguro de que yo si lo creía así..
Y ahora, pasados casi cincuenta años, contemplo horrorizado todas las atrocidades que con niños de mi edad de entonces (unos seis años) han cometido personas pertenecientes a la Iglesia Católica y me acuerdo de “mi” hermana Trinitaria.
¿Qué pensaría ella de tanta barbaridad? ¿Acaso su fe decaería o se vería asaltada por las dudas o, más aún, colgaría el hábito avergonzada y horrorizada de pertenecer a una iglesia que ha cometido y consentido y cobijado y ocultado a tanto inmoral y delincuente?
Estoy seguro de que mi hermana Trinitaria era una excelente persona. La cara no engaña casi nunca y la suya irradiaba bondad, amabilidad. Su risa al más mínimo comentario sobre cualquier cosa banal y sencilla, propia de un niño, era indicativa de que detrás de ese hábito que tanto calor les hacía pasar en el tórrido verano mesetario había alguien bueno.
Afortunadamente, mi Trinitaria no ha vivido para poder contemplar todo esto porque, posiblemente, hubiera sucumbido a la vergüenza, a la inmoralidad o, quizá desde su punto de vista, al pecado que, ella quien trabajaba con niñas pequeñas y jóvenes de familias con problemas hubiera sentido como un latigazo en su propio cuerpo.
Pero yo, si he tenido tiempo de verlo y pido justicia en su nombre y en el de todas las víctimas.