domingo, 2 de febrero de 2014

LA DAMA



El viajero entró en el viejo,  y ya un tanto decrépito,  restaurante donde habitualmente come cuando,  por algún motivo que solo él conoce y cuya reserva respetamos,  prefiere la compañía, aunque sea muchas veces anónima, a la soledad de su mesa no compartida, al plato silente, al cristalino vaso teñido de rubí donde espera el vino impaciente por ser paladeado.

Sin embargo, el viajero me aclaró en cierta ocasión,  que habitual no significa frecuente o cotidiano, porque su pequeña mesa es también muchas veces, aunque añeja, una compañera necesaria y la que hay que recompensar por su lealtad. Nunca protesta si queda sola o si alguna cosa queda olvidada sobre ella.

 Al cabo de los años se ha establecido una relación de cierta confianza entre el viajero y  el dueño del restaurante, un personaje curioso, entre bohemio e irónico y que, en más de una ocasión,  se convierte en relator de miserias, unas vividas, otras escuchadas,  desde su atalaya culinaria.

El tiempo ha consolidado una relación de afecto que se ha extendido  de forma que, a estas alturas, existe entre ambos personajes cierta complicidad, no exenta, evidentemente, de respeto por lo íntimo.
Ese día, el viajero se quedó algo sorprendido cuando vio que la mesa que usa habitualmente (ahora si es frecuentemente) estaba ocupada por un dama, aparentemente no acompañada,  más que por un plato ya casi vaco y un vaso liviano con agua.

Hay que aclarar que por una especie de pacto tácito, entre el viajero y su anfitrión, había quedado establecido que esa mesa, ubicada en un rincón, junto al ventanal mayor, y  a la que habían bautizado en una tarde en la que disfrutaron quizá algo más de lo sensato de la inestimable compañía del Bourbon,  como el “observatorio”, estaba hasta determinada hora reservada para nuestro personaje.

El observatorio, si, y no el mirador porque, como aclaro nuestro protagonista  se dedica a contemplar y no a mirar con descaro o insolencia, pues es esto incompatible con su proceder.

Desde ella, situada ligeramente más alta que el resto de esas viejas maderas de color verde, cubiertas con manteles de cuadros azules y blancos o rojos y blancos, según el día o el capricho de C, . podía avistar las entradas, salidas, idas ,  venidas y esperas de quienes iba a comer; los movimientos de platos, vasos y cubiertos. El trajín de cada día

También, y esto con mucha más frecuencia, el viajero se ensimismaba con el horizonte marino del mediterráneo, que como ya conocemos es tan caro a nuestro héroe.

Personajes de todo tipo, con variedad de conversaciones iban ocupando las mesas y con más prisa que sosiego pedían, comían y así hasta el día siguiente; jóvenes estudiantes, obreros con mono, desempleados, oficinistas y a veces unos amigos que después de comer alargaban la sobremesa con una partida de mus;  seres vivos en definitiva. O, al menos, eso parecía.

Todos, o casi, se conocían y el viajero, no pecaba de ignorancia por lo que se refiere a la mayor parte, lo que le servía para mantener esporádicamente alguna que otra corta conversación, más allá de la mera cortesía.

Porque, el viajero, es parco en el uso de la palabra, pero tiene largueza en el arte de escuchar.

La dama le pareció interesante, si seguimos la escala de valores que aplica el viajero a este concepto y que podemos considerar bastante alejada de la opinión común. Bastante alejada o absolutamente apartada. Lo que no significa que el viajero no aprecie la hermosura y el erotismo.

No nos detendremos en una descripción detallada de la dama pero digamos que mereció la atención de nuestro amigo, especialmente su cuello que le pareció de una belleza indescriptible por su blancura y forma, lo mismo que sus manos, casi translucidas.  Y así, aun sin deliberación, el viajero concentró su atención en esa dama, cuyo pelo negro recogido permitía apreciar la belleza de su nuca.

Ella debió intuir que aquel que estaba próximo, en la mesa de al lado, se había interesado y esbozó, en un momento indeterminado, de esos instantes en que las miradas más que cruzarse, se encuentran, una leve sonrisa, imperceptible para el resto de los presentes que curiosamente no prestaban atención alguna a la dama. Algo verdaderamente incompresible según el viajero.

La estancia de la dama interesante no se prolongó mucho tiempo. El viajero lamentó esto pero, fiel a su recato, no intentó nada para que esta se prolongase. Quizá pudo haber dicho  si deseaba compartir con él un café o un té, la bebida definitoria de nuestro hombre, pero se mantuvo silencioso.

La dama se levantó, con meticulosidad, con cierta lentitud. Como si quisiera medir bien cada uno de sus movimientos para no cometer el más mínimo fallo. Suavemente, con cadencia.
Al pasar al lado de nuestro viajero, sonrió y  dijo: “no se aflija,  me volverá a ver”.

Perturbado, nuestro protagonista, no supo qué decir y, como en otras tantas ocasiones, quedó mudo.


Instantes después, preguntó a su amigo-restaurador si sabía quién era la dama (el viajero dijo mujer) que estaba sentado a su lado. Y la respuesta lo desconcertó aún más: En la mesa del al lado no había nadie sentado.  El viajero sintió algo parecido a una escalofrío.