El
viajero entró en el viejo, y ya un tanto
decrépito, restaurante donde
habitualmente come cuando, por algún
motivo que solo él conoce y cuya reserva respetamos, prefiere la compañía, aunque sea muchas veces anónima,
a la soledad de su mesa no compartida, al plato silente, al cristalino vaso
teñido de rubí donde espera el vino impaciente por ser paladeado.
Sin
embargo, el viajero me aclaró en cierta ocasión, que habitual no significa frecuente o
cotidiano, porque su pequeña mesa es también muchas veces, aunque añeja, una
compañera necesaria y la que hay que recompensar por su lealtad. Nunca protesta
si queda sola o si alguna cosa queda olvidada sobre ella.
Al cabo de los años se ha establecido una
relación de cierta confianza entre el viajero y el dueño del restaurante, un personaje curioso,
entre bohemio e irónico y que, en más de una ocasión, se convierte en relator de miserias, unas vividas,
otras escuchadas, desde su atalaya
culinaria.
El
tiempo ha consolidado una relación de afecto que se ha extendido de forma que, a estas alturas, existe entre
ambos personajes cierta complicidad, no exenta, evidentemente, de respeto por
lo íntimo.
Ese
día, el viajero se quedó algo sorprendido cuando vio que la mesa que usa
habitualmente (ahora si es frecuentemente) estaba ocupada por un dama,
aparentemente no acompañada, más que por
un plato ya casi vaco y un vaso liviano con agua.
Hay que
aclarar que por una especie de pacto tácito, entre el viajero y su anfitrión, había
quedado establecido que esa mesa, ubicada en un rincón, junto al ventanal mayor,
y a la que habían bautizado en una tarde
en la que disfrutaron quizá algo más de lo sensato de la inestimable compañía
del Bourbon, como el “observatorio”,
estaba hasta determinada hora reservada para nuestro personaje.
El
observatorio, si, y no el mirador porque, como aclaro nuestro protagonista se dedica a contemplar y no a mirar con
descaro o insolencia, pues es esto incompatible con su proceder.
Desde
ella, situada ligeramente más alta que el resto de esas viejas maderas de color
verde, cubiertas con manteles de cuadros azules y blancos o rojos y blancos,
según el día o el capricho de C, . podía avistar las entradas, salidas, idas , venidas y esperas de quienes iba a comer; los
movimientos de platos, vasos y cubiertos. El trajín de cada día
También,
y esto con mucha más frecuencia, el viajero se ensimismaba con el horizonte
marino del mediterráneo, que como ya conocemos es tan caro a nuestro héroe.
Personajes
de todo tipo, con variedad de conversaciones iban ocupando las mesas y con más
prisa que sosiego pedían, comían y así hasta el día siguiente; jóvenes
estudiantes, obreros con mono, desempleados, oficinistas y a veces unos amigos
que después de comer alargaban la sobremesa con una partida de mus; seres vivos en definitiva. O, al menos, eso
parecía.
Todos,
o casi, se conocían y el viajero, no pecaba de ignorancia por lo que se refiere
a la mayor parte, lo que le servía para mantener esporádicamente alguna que
otra corta conversación, más allá de la mera cortesía.
Porque,
el viajero, es parco en el uso de la palabra, pero tiene largueza en el arte de
escuchar.
La dama le pareció interesante, si seguimos la escala de valores que aplica el viajero a este
concepto y que podemos considerar bastante alejada de la opinión común.
Bastante alejada o absolutamente apartada. Lo que no significa que el viajero no aprecie la hermosura y el erotismo.
No nos
detendremos en una descripción detallada de la dama pero digamos que mereció la
atención de nuestro amigo, especialmente su cuello que le pareció de una
belleza indescriptible por su blancura y forma, lo mismo que sus manos, casi translucidas.
Y así, aun sin deliberación, el viajero
concentró su atención en esa dama, cuyo pelo negro recogido permitía apreciar
la belleza de su nuca.
Ella
debió intuir que aquel que estaba próximo, en la mesa de al lado, se había
interesado y esbozó, en un momento indeterminado, de esos instantes en que las
miradas más que cruzarse, se encuentran, una leve sonrisa, imperceptible para
el resto de los presentes que curiosamente no prestaban atención alguna a la
dama. Algo verdaderamente incompresible según el viajero.
La
estancia de la dama interesante no se prolongó mucho tiempo. El viajero lamentó
esto pero, fiel a su recato, no intentó nada para que esta se prolongase. Quizá
pudo haber dicho si deseaba compartir con
él un café o un té, la bebida definitoria de nuestro hombre, pero se mantuvo
silencioso.
La dama
se levantó, con meticulosidad, con cierta lentitud. Como si quisiera medir bien
cada uno de sus movimientos para no cometer el más mínimo fallo. Suavemente,
con cadencia.
Al
pasar al lado de nuestro viajero, sonrió y
dijo: “no se aflija, me volverá a
ver”.
Perturbado,
nuestro protagonista, no supo qué decir y, como en otras tantas ocasiones,
quedó mudo.
Instantes después, preguntó a su amigo-restaurador si sabía quién era la dama (el
viajero dijo mujer) que estaba sentado a su lado. Y la respuesta lo desconcertó
aún más: En la mesa del al lado no había nadie sentado. El viajero sintió algo parecido a una escalofrío.